España, en el momento de proclamarse la Segunda República -año de 1931- y como venía
sucediendo desde mucho tiempo atrás, era un país agrario, económicamente
hablando. Sin embargo, la situación era pésima, con la propiedad de la tierra
concentrada en manos de unos pocos; un enorme retraso en las técnicas
agrícolas, que no proporcionaban grandes rendimientos; y casi dos millones de jornaleros, sin acceso a las tierras, viviendo en unas condiciones miserables.
La mitad de la población activa
en España, por tanto, eran agricultores, en su mayoría jornaleros y arrendatarios de las
tierras que cultivaban, excepto una minoría de pequeños y medianos
propietarios. El agricultor típico de la época era el yuntero, es decir, un
jornalero con dos mulas y un arado, que trataba de arrendar campos para
explotarlos. Luego estaban los jornaleros, que ni siquiera podían alquilar una tierra. El problema estribaba en la gran
cantidad de latifundios, propiedad de nobles y grandes de España, desde tiempos
de los Reyes católicos, que no podían ser explotados por estos agricultores.
La República trataría de abordar
este problema, desde un primer momento, con la redacción de una Ley de Reforma Agraria que propugnaba la
parcelación de los latifundios y las grandes fincas y su entrega a una multitud de
pequeños propietarios. La ley fue aprobada el 9 de septiembre de 1932.
Sucintamente establecía la creación de un organismo, el Instituto de Reforma
Agraria, encargado de decidir qué explotaciones serían susceptibles de
expropiación.
Los objetivos de esta Ley eran de índole económico (mejorar la producción, remediar el paro agrario y aumentar la renta del campesinado), pero también sociales (evitar los conflictos sociales y revolucionarios del campo español) y políticos (eliminar el poder de los terratenientes, enemigos de la República), por lo que se encontraría con la oposición de estos últimos.
(Foto: Las Edades de un Pueblo)
(Foto: Las Edades de un Pueblo)
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